Origen

“El arte es mágico o no es.”

El origen del arte no es el resultado de una necesidad estética, como generalmente se cree, sino de una necesidad de dominación mágica.

En su origen, la propia música, el canto y la danza fueron los soportes del pensamiento mágico, que se concilia con el mundo hostil o lo domina.

Así, todas las artes tienen su origen en la primera obligación del hombre encarnado: la de defenderse en los tres planos del mundo creado. Sólo después de acabado el rito se ha podido tomar conciencia de la gratuidad del arte por el juego de formas, sonidos, colores y movimientos, y elevar su magia hasta intentar comulgar, por medio de ella, con la gran alma del mundo a la que los hombres llaman Dios.

Entonces diremos que la magia particular se ha elevado hasta la magia general y que el arte es el conducto que nos comunica con lo Universal. Cuando eso se produce es arte, cuando no se produce no es nada. Por lo tanto, la obra de arte es una creación mágica y, al igual que la procreación, exige, para dar existencia al Ser, una carga psíquica producida por el espasmo de amor. Por eso hay tan pocos hombres y tan pocas obras vivas en este mundo, pues la proyección mágica es un acto difícil por encima de todo, como el de la transmisión integral de la vida; y pocos seres son capaces de realizar ese misterio de la transfusión energética del “voltio”.

Los hijos del amor, más vivaces y más hermosos que los demás, son los que han sido engendrados en el entusiasmo y en la pasión amorosa; si consideramos la humanidad media y la generalidad de las obras, tendremos la prueba de que todo lo que se hace en el aburrimiento y la mediocridad engendra la muerte. Sólo los artistas generosamente dotados cargan de manera inconsciente sus obras que, acto seguido y sin explicación razonable, hechizan a ciertos espectadores, más sensibles y receptivos que el común de los hombres.

Así pues, tanto los humanos como las obras de arte que han nacido muertos pululan naturalmente por el mundo, gracias al aliento dado a la debilidad y a la muerte, siempre en aumento desde la caída inicial.

Esas creaciones fantasmales sólo tienen apariencia de vida, sin poseer su esencia, pero, tal como decía el maestro antiguo: “Hay que dejar a los muertos que entierren a sus muertos”, pues lo absurdo de la muerte es lo único capaz de hacer que nos repugne verdaderamente.
La vida sólo se transmite haciendo el amor, sea procreando, obrando o rezando, y allí donde no se hace el amor, sólo hay una caricatura de vida, aburrimiento y muerte.
Las recientes reacciones de sorpresa que han provocado las exposiciones de obras realizadas por niños, ingenuos, primitivos o locos, muestran con suficiente claridad los orígenes misteriosos y mágicos del arte.

Nuestra actitud materialista, que nos lleva a no considerar más que las apariencias del mundo, hace que exageremos hasta el absurdo la angustia del cambio y la renovación de todas las cosas. Y tomamos por un fin lo que, sin duda, sólo es un comienzo.
Esa actitud de los filósofos cartesianos, cegados por la apariencia exterior del mundo, engendra el escepticismo, la desesperación y la disolución de las sociedades modernas que han renegado de su fe antigua que, aparentemente, se ha vuelto demasiado simplista e infantil.

El estudio irracional de las antiguas creencias probablemente nos conduciría a constatar nuestra grosera ignorancia acerca de los problemas que conciernen a la vida y a la muerte.
La orgullosa creencia en nuestra supuesta civilización y en nuestra pseudo-ciencia, nos impide, por desgracia, considerar el misterio de la creación a partir de la simplicidad primera, donde el instinto unido a la intuición reemplazarían brillantemente nuestra rastrera razón razonadora. Pues “sólo el que penetra hasta la raíz conoce todos los frutos del árbol”.

L.Cattiaux. "El mago del Ginsengh"

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