Lo propio de nuestra época es confundir la calidad con la cantidad, la potencia con la violencia, la perfección con la sequedad, el frescor con la crudeza.
Estamos invadidos por un arte furioso y fácil, hecho, sobre todo, para atrapar al absorto transeúnte, al conductor de automóvil, al consumista robot, como si se tratara de estos anuncios perentorios de los que ya no puede diferenciarse. Cuando uno se detiene, de repente se vuelven menos divertidos, pero al acercarse, se toma conciencia del vacío de esas obras siempre inacabadas y, a menudo, ni siquiera comenzadas.